Yo tengo una deuda y muchísimos cubanos más también la tienen. |
No me gusta, ni creo correcto el pronunciarme
por otros, pero lo que a continuación planteo, considero que puede ser la
palabra de millones de hombres y mujeres cubanos. Valgan estas razones también
por ellos.
Mis amigos me preguntan desde hace años, por
qué ahora que soy sesentón y estoy viviendo mejor que nunca, he tomado bando
por la oposición. Ellos argumentan, no sin razón, que me voy a buscar problemas
y que pudiera también buscárselos a los míos.
Esta forma de pensar no es nada nueva, la fui
construyendo en la medida en que la “revolución” me fue demostrando lo que en
realidad era. Y uno no puede pasarse la vida evadiendo aquello que considera correcto
y debe afrontar las consecuencias y asumir sus responsabilidades.
Hay una infinidad de cubanos que se han
distanciado del régimen castrista y muchos más que nunca simpatizaron con él. Algunos
optaron por abandonar el país mientras otros se han resignado. Muchos no callan y de una forma u otra
expresan sus criterios.
¡Además lo que se debe se paga!
Esta posición, en primer lugar, me la debía a
mí mismo, que creí durante varios años en la “revolución” y en la inteligencia,
capacidad de dirección, espíritu de sacrificio, modestia, honestidad y
sencillez de sus máximos dirigentes.
También se lo debo a mi generación, la
“Generación Perdida” compuesta por los que éramos niños o adolescentes en enero
de 1959. Perdida en los confines de este planeta, en el de cursar de estos cincuenta
y ocho años de incomprensión, resentimiento e intransigencia.
La generación de las “tres migraciones”.
Primero como niños acompañando a sus padres; después como jóvenes o adultos,
mayormente solos y ahora, en la tercera edad, acompañando a hijos y nietos.
¿Estaremos en nuestra ancianidad en la cuarta migración? ¡Seguro que no!
Se lo debo a esos inolvidables y queridos amigos
y amigas de la niñez y la juventud, a los que ahora tengo que buscar en otras tierras
y lugares porque se fueron para el norte, para el sur, para el este, para el oeste,
para la capital o para donde pudieron. Cada día se me hace más difícil encontrarlos.
Amigos entrañables de este pequeño gran pueblo
que en 1959 era un fuerte centro económico e industrial y que hoy, como “gran aporte”
de la incompetente revolución castrista, tienen que dedicarse a la agricultura
en su más rudimentaria forma.
Se lo debo a los grandes amigos que hice
durante mi permanencia en Angola en los años 1976 y 1977, quienes generosamente
partimos a luchar a otras lejanas tierras de nuestro mundo, para pagar esa
deuda que nos hicieron creer teníamos.
Lo debo en principio a mis hijos y esposa, a quienes
les fallé demasiado y les falté en incontables e importantes momentos de sus
vidas, porque estaba trabajando arduamente para ayudar a construir ese país
prometido y que queríamos forjar para nuestros hijos y la “patria” era primero.
Estoy seguro que, de haber pensado más en ellos
como me han demostrado los “grandes hombres”, desde mucho tiempo antes hubiéramos
estado viviendo como se merece todo ser humano. Y mi eterna compañera, Nancy,
no hubiera pasado tanto trabajo pues la casa donde vivíamos era inhabitable.
Y a mi hija Shenia, que se codeaba con
hijos y nietos de esos “insignes patriotas” y a la que la política en nada le
interesaba y que me comentó en varias ocasiones que yo había sido un “gran
tonto” y que esos “señores” eran todos unos descarados y unos vive bien.
Y a mi hija Sheila, a quien cuando visité por
primera en el Campamento de pioneros de Tarará, y no había acabado de bajarme
del “Jeep” en que fui, me preguntó: ¿Papi, por qué nosotros no vivimos en una
casa bonita como esta?
Y a mi hijo Yoandy, que hoy vive en la diáspora como
un emigrante más. Yoandy, desde que tenía trece años, vivió sufriendo porque no
quería permanecer en su país pasando trabajos y necesidades y sin esperanzas de
un cambio o de salir adelante.
Pero por encima de todo se lo debo a dos
personas, las que, a pesar de ser pobres, se las ingeniaron para que a mi
hermano y a mí, jamás nos faltara un vaso de leche que tomar, un pedazo de
carne que comer, un par de zapatos para calzar y la necesaria ropa para vestir.
También se las ingeniaron para que nunca faltara en mi pequeño bolsillo, un
“níquel” para la merienda escolar y los veinticinco “kilos” para la tanda el
domingo en el cine del pueblo.
Esas dos personas, son mis padres, que me
protegieron y lucharon porque me educara y fuera un hombre de bien. Mi dulce y
cariñosa madre que tanto luchó y trabajó y a pesar de todo me decía: “Por lo único
que hubiera deseado ser joven en este gobierno es para haber estudiado una
carrera. Lo demás no vale”.
A mi padre también se lo debo. Ese recio y
noble hombre, que vivió de Menocal a Batista y de Batista a Fidel. Un hombre al
que durante cuarenta años jamás lo vi quejarse ni protestar por nada y que me
dijo a finales de 1991 con los ojos aguados:
“Hijo, en los setenta y cinco años que tengo,
con ningún gobierno he pasado el hambre y las gigantescas necesidades que he
pasado y sigo pasando con éste.”
Y como señalé, lo que se debe se paga. Yo tengo
una deuda y muchísimos cubanos más también lo tienen con sus “viejos”, con sus
hijos y con ellos mismos.
Hay que pagar ese adeudo. Por eso, ¡a pagar se
ha dicho!
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